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EL EQUILIBRISTA
Hay
momentos que caminan
sobre
una soga en las alturas.
Momentos
apenas estables, amenazados
por
una mota de polvo,
una
corriente de aire
o
un aumento de la actividad subterránea.
Y
uno sabe que transita
por
un campo de alfileres,
de
cristales destrozados,
pero
aun así no se rinde
porque
la rendición lo sacude
mucho
más que ese riesgo.
Y
sigue como un acróbata en las alturas,
camina
en equilibrio temiendo
que
el siguiente paso sea el último,
porque
sabe,
íntimamente
sabe,
que
allí abajo, muy abajo
no
hay
ninguna
red.
UN DÍA CUALQUIERA
Voy
con rumbo a la oficina.
Y
es tan difícil concentrarse en el viaje,
en
el gesto del vendedor de diarios,
en
el camión de mudanzas,
en
la mujer que cruza con mirada perdida.
Hace
frío,
como
en aquella noche de la triste noticia,
del
viaje relámpago a la plaza de la infancia,
al
tobogán, a la arena,
al
fútbol cuando los troncos
improvisaban
el arco.
Se
detiene el vehículo de adelante.
Lo
anuncian sus luces rojas,
las
luces rojas y blancas de aquella calesita
y el
único caballo que supimos domar.
Por
entonces,
la
tierra se movía más despacio
y
la hora de las tostadas nos llamaba puntualmente.
Esa
fotografía perdura en mi memoria
aún
después de la noche de la triste noticia.
Hace
frío esta mañana.
Y
es tan difícil concentrarse en el viaje.
TUS MANOS
Tus manos entre
las mías, es haber llegado a casa. Hago un ejercicio de imaginación y veo tus
manos en el futuro, acompañándome en los días de zozobra, de dolores en el
cuerpo, del frío que se siente bajo un sol impiadoso.
Tus
manos que han sabido ser madera
y
bálsamo, sostén, brisa marina.
Tus
manos que son fruta,
tus
manos, que son bandada.
Que
trabajaron la tierra, que avivaron la fragua,
que
fueron la cumbre y también el camino.
Tus
manos que aprendieron a modelar el barro,
que
escribieron consignas, que cosieron el mundo,
que
arrojaron la piedra y fueron lapidadas.
Manos
de paño en la frente,
manos
de miel, de jengibre, de hierro.
El
arco y la flecha, el aire y el blanco.
Manos
que por fortuna
siempre
han sido tus manos.
Manos
que cerrarán
algún
día mis ojos.
1
Comer
una manzana es sacrificarla,
privilegiar
nuestra vida a la de ella,
decidir,
como un dios, que ha llegado su turno.
Comer
una manzana y convertirla
en
sangre, en vigor, en accidente,
en
poderoso azar,
en
materia que piensa, en poesía.
Comer
una manzana es un túnel a la infancia,
al
párrafo bíblico,
a
la pregunta y al tatuaje de la respuesta.
Comerla
sin confusión, sin dudas,
transformarla
en masa, en mezcla, en azúcares,
en
pasiones no previstas.
Comerla
fresca, entera, con cáscara,
sentir
el placer de su sabor, el sonido inconfundible,
su
voluptuosidad en la mordida,
y
hacerla propia, íntima, necesaria,
hacerla
una con uno.
Conferirle
un propósito, una trascendencia.
Pero
aun así,
comer
una manzana
es
sacrificarla.